Nadie que estuvo allí ese día sabía que estaba sufriendo más que la homicidio de mi mamá.
Nadie de los presentes en su funeral sabía que yo estaba destrozado por el dolor de perderla y además destrozado por la ingenuidad de que, coincidentemente, además había perdido mi fe. Sentí como si me hubieran robado la almohadilla de quién era y de lo que creía, desaparecida.
No hubo ninguna advertencia, y si la hubiera habido, no estoy seguro de haberla obligado. No podía creer los últimos respiros que presencié cuando mi mamá falleció y estaba confundido por el futuro que ahora estaba frente a mí.
Es una dura ingenuidad, un albricias roto, tener que soportar la pérdida de tu mamá y además la pérdida de tu fe. Es una soledad que no puedes describir y que en realidad no puedes comprender hasta que estás sentado con ella, abarcada como una nueva piel, una nueva traducción de ti que nunca pediste. . . uno que, de hecho, desprecias.
La pérdida de mi mamá llegó con el tiempo, un dictamen desgraciado, aunque nunca esperado. La pérdida de mi fe llegó de repente y sin ningún tipo de indicación de lo que vendría, de lo que se disipaba.
La pura verdad es que estaba enojado con Todopoderoso. Me sentí desconcertado y herido por Su voluntad para la vida de mi mamá, una vida que no duró tanto como habíamos imaginado. Me sentí traicionada y abandonada. Me sentí solo. Me sentí débil. Luego sentí vergüenza por pensar y percatar todas esas cosas.
Con un anhelo desesperado, pensé en mi mamá, una mujer con una fuerza inquebrantable, incluso cuando su cuerpo era frágil y fallaba. Quería esa fuerza. Quería su coraje y su resistor. Me pregunté de dónde lo sacó y cómo lo guardó. Me pregunté cuál era la fuente de su fuerza para poder encontrarla además. Y entonces llegó la verdad de esas preguntas, y era innegable.
La fe era su fuerza.
Si quería su fuerza, además tenía que tener su fe. Tuve que memorar Sus promesas y Su sexo. Tuve que memorar Su plan para los quebrantados de corazón. Si quisiera mejorar, si quisiera valencia, si quisiera sobrevivir a la angustia, necesitaría mi fe más que nunca. Lo necesitaría.
En la duda, en los valles bajos, en la devastación y la desesperación, necesito aferrarme a mi fe y pedirle a Todopoderoso su ayuda, disposición y agenda.
Confía en el Señor con todo tu corazón y no te apoyes en tu propia prudencia; Sométete a él en todos tus caminos, y él endeorará tus veredas.
Proverbios 3:5-6 NVI
Al comprender esto, lloré vulnerablemente frente a Él. Sí, resquebrajado y asustado, pero además reconociendo todo lo que alguna vez me habían enseñado sobre Él y Sus caminos. Dejé de intentar comprender mi pérdida y mi dolor y, en cambio, decidí dejarlo en Dios en que, si proporcionadamente algunas cosas son incomprensibles, eso no significa que no se pueda sobrevivir a ellas.
- Cuando nos sentimos solos, no somos.
- Cuando nos sentimos abandonados, no somos.
- Cuando nos sentimos traicionados u olvidados, no somos.
- Cuando nuestra fe se siente como si se hubiera perdido, sólo se está refinando.
Cuando estamos en nuestros valles más bajos, en nuestros días más oscuros, es Él quien nos rescata.
Porque Él está aquí. . . siempre. A nuestro flanco como un amigo invisible, guiándonos, levantándonos, recordándonos toda la belleza que permanece, incluso en medio de nuestros dolores.
Resulta que en un día en el que pensé que había perdido dos de los aspectos más significativos de mi vida, en ingenuidad no había perdido nadie de los dos. Porque mi fe y mi mamá coinciden juntas, con Él, y esa ha sido y será siempre mi fuerza.
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