“Mi cirugía es la próxima semana”, le dije a la enfermera mientras me revisaba para hacerme investigación de mortandad. “No me siento preparado en lo más minúsculo”.
Medio me reí nerviosamente, esperando que ella no pensara que era tonto. «¿Pero hay alguna modo de estar preparado para una mastectomía?»
Sacudió la comienzo mientras recogía los viales del estante y se giraba para mirarme.
«Cariño», declaró, con los fanales brillantes brillando. “Te van a realizar una cirugía veterano. No hay modo de sentirse preparado. Eso es completamente común. ¿Pero puedo decirte poco?
Todo mi cuerpo exhaló con alivio. Por primera vez en meses, determinado en la fría y aséptico clínica me trataba como a un ser humano.
Acercó su taburete a mi arnés y tomó mis dos manos frías entre sus cálidas y suaves palmas. Ella me miró directamente a la cara.
“Vas a estar aceptablemente. Pero esto es increíblemente difícil. Nadie deje del costado emocional. Una mastectomía es una amputación. Y necesitas darte toda la golpe para salir delante”.
Asentí, letanía para sollozar, sabiendo que este no era el momento ni el motivo. Pero estaba exhausto posteriormente de meses de quimioterapia, semanas de aversión, días y noches interminables en cama, tratando de creer que todo este sufrimiento traería curación. Solo quería estar aceptablemente: por mí, por mi consorte, por mis hijos, por mi grupo y amigos, por la comunidad de mi iglesia y por todos los benditos extraños en Internet que oran por mi recuperación.
“Audición, cariño”, continuó la enfermera. “Antiguamente de aparecer a trabajar en el centro, trabajé en partos durante vigésimo primaveras, en un hospital del ideal. Me encantó cada minuto de ese trabajo, ayudando a las mamás y a sus bebés. Pero en el mismo tierra asimismo teníamos la sala de posoperatorios para las mujeres que se habían sometido a mastectomías. Así que yo asimismo tengo que cuidar de ellos. Sé lo duro que es todo esto para las mujeres y nuestros cuerpos. No hablamos del costado emocional o espiritual de esta cirugía, de cómo cambia todo en tu identidad”.
Desde el otro costado de la cortina, un interno impaciente interrumpió: “¿Laboratorios listos?”
«Todavía no», gritó, guiñándome un ojo.
Ella continuó, tomándome de las manos, contándome a través del proceso de mastectomía, dándome recomendaciones para la recuperación, recordándome que debía sostener sí a cada ofrecimiento de ayuda, haciéndome prometer que lo tomaría con calma. Me entregué a cada emoción y comencé a sollozar. Ella asimismo lloró. Los dos nos reímos. Agarró un Kleenex para los dos y siguió delante.
«¿Laboratorios listos?» La impaciencia seguía aumentando en la voz del interno, esperando arrostrar los laboratorios de rutina al hospital universitario para su investigación.
«No. Todavía.» Su respuesta fue firme e inquebrantable. He aquí una mujer que conocía su inclinación.
Durante media hora, la enfermera siguió hablando conmigo, indicándome “qué esperar” como si fuera una nueva mamá aterrorizada por el parto. Cada pocos minutos, desde el pasillo llegaba la pregunta molesta: “¿Laboratorios listos?”
Sin perder el ritmo, ella respondía con una sonrisa que solo yo podía ver: «¡Todavía no!».
Finalmente, nos pusimos manos a la obra, terminamos la linaje de mortandad y enviamos los viales al laboratorio, con disculpas por la retraso y devolución por su paciencia. Pero, ¿cómo podría aparecer a explicar que éste era el cierto trabajo de curación? Ver al ser humano herido frente a ti, extender la mano con toda la compasión y coraje que puedas reunir y reservar el horario del día para hacer tiempo para lo más importante.
Cada vez que leo las historias de sanación de los evangelios, esta es la parte que se me hace un nudo en la desfiladero: cómo Jesús vio directamente a cada persona frente a Él. La mujer sangrante, el irreflexivo enfermo, la suegra impaciente, el ciego, el sirviente deshauciado, el amigo paralítico. Él siempre dejó que su dietario del día, cualquier enseñanza o predicación que hubiera planeado, fuera interrumpida para cuidar al amado y vulnerado hijo de Altísimo que estaba acordado frente a él.
Irónicamente, esta verdad me resulta más difícil de recapacitar en los días normales, cuando un irreflexivo más ha interrumpido una conversación más, cuando mi bandeja de entrada está desbordada, cuando la casa es un desastre y la letanía de tareas pendientes es interminable. ¿Cómo se supone que voy a hacer todo esto, Señor? ¿Por qué no me dejas concentrarme y terminar lo que tengo que hacer?
Entonces es cuando escucho el amable recordatorio de las palabras de Jesús a su amiga Marta cuando ella estaba exasperada por su propio abrumamiento: “Sólo hace desidia una cosa” (Lucas 10:42 NABRE). Y esa cosa es siempre y en todas partes ver el rostro de Cristo en la persona que tengo delante mí, la sagrada imagen portadora de lo divino que se ha aparecido delante mi puerta.
Como la amable enfermera que dejó a un costado su horario cuando yo necesitaba su consuelo, como el interno exasperado en el pasillo que vio mi rostro manchado de lágrimas y se dio cuenta de que había una razón para nuestro retraso, trato de recapacitar que nuestras acciones más importantes y amorosas En un día cualquiera es frecuente que nos dejemos interrumpir por Altísimo.
Puede que nunca nos sintamos preparados, pero Jesús aparece de todos modos. Qué regalo cuando recordamos que asimismo podemos mostrar compasión unos por otros.
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